Para pensar...

 

    

                                          

Fragmento del discurso ante la Academia Sueca de aceptación del Premio Nobel de Literatura

 

              José Saramago

        El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía

              leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa

              de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del

              catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena

              de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían

              de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de

              cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de

              la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.

 

              Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos,

              y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la

              noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se

              helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones

              más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas

              ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una

              muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por

              primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían

              así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era

              proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para

              mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es

              indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo

              en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del

              huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces,

              dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba

              la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al

              hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las

              cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada,

              pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los

              rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho

              del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano,

              después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a

              dormir los dos debajo de la higuera".

 

              Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la

              mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para

              todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por

              antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después

              acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de

              la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se

              me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una

              hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en

              silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la vía

              lactea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la

              aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las

              historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas,

              apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas,

              escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un

              incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al

              mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba

              cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando

              para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que

              invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él,

              calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". Tal vez

              repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas,

              quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad

              mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir

              que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la

              ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el

              canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había

              ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me

              levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve

              siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas

              enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la

              otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

 

              Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante

              un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había

              dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las

              historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas

              caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi

              abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba

              las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera,

              con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en

              movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después,

              cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un

              hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella,

              creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando

              sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde

              entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de

              encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es

              tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de

              morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo

              trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final,

              estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última

              despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la

              puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra

              en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con

              cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de

              irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue

              mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al

              presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los

              árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque

              sabía que no los volvería a ver.

  

 


 

    foto

 

 

 

   

José María Sorando Muzás

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